ACCÉSIT
III CERTAMEN DE CUENTOS
"LUZ DE NAVIDAD"
DE LINARES.
Puedo imaginar la silueta de mi padre cuando volvía del fondo de la galería. Entre penumbra, sombras y lejanos candiles. Nadie lo esperaba pero en un suspiro el techo se desplomó. Aturdidos por el ruido y el sabor del polvo sus compañeros gritaban su nombre sin cesar. Después de tan brutal sacudida el silencio se hizo en toda la mina. Todos escuchaban atentos buscando en la oscuridad cualquier atisbo del aliento de mi padre. No se oye nada, tan sólo el sonido del cabestrante del malacate que desciende al fondo del pozo. No importa lo que ocurra ahí dentro: no se puede dejar de achicar agua.
—¡Qué desdichados somos! —pensaban todos—. El destino no ha respetado ni siquiera el día de Nochebuena. Creíamos ya, que tan sólo serían siete, las criaturas que no verían el nuevo año. Qué desgracia la de nuestro compañero. O más bien la de su mujer y sus tres hijos más el que está por llegar. Como sobrevivirán ahora sin los 12 reales de sueldo por jornal y lo que es más importante: sin el amor de un marido, de un padre.
—No puede ser — lloraban, gritaban—. Pero también daban gracias a Dios porque su mujer no había presenciado la desgracia, pues ya no podía trabajar allí lavando mineral. Su estado solo le permitía trabajar, y a duras penas, como aguadora, desde la fuente del
Bermejal hasta la casa de unos señoritos.
El desplome había sido brutal. El capataz pensaba que toda la galería se había venido abajo. Era una galería de prospección. No habían encontrado mineral en esa dirección. A mi padre le creían muerto. Era el día de Nochebuena. Todos debían marcharse hasta que el facultativo recibiera la orden de excavar. La empresa debía decidir cuándo reanudar la búsqueda, si es que se reanudaba.
Voces exaltadas comenzaron a alzarse en contra del capataz:
—¿Crees que por lucir bigote y sombrero burgués ya no recordamos que creciste en la mina: arrancando granito y plomo como nosotros? ¿Ya no recuerdas las veces que ese hombre se ha jugado la vida por ti y por los demás, martilleando cuñas de madera entre las vigas, mientras la galería entera crujía? Daba así tiempo con ello, a que todos saliésemos de ese infierno seguro.
—No nos iremos sin su cuerpo —decían otros —. Se merece descansar en paz, fuera de aquí. Si no le sacamos, no podremos mirar a la cara de su viuda.
Hombres y niños se pusieron a excavar con todo lo que tenían a su alcance: picos, palas, cubos e incluso con sus propias manos. Cargaban espuertas, las mismas que los niños paseantes usaban para transportar terreros al malacate, entre lodos, oscuridad y asfixia. Trabajaban con un ritmo muy superior al que se imponían cuando, por necesidades de la compañía, iban a destajo. La verdad es que en ese momento no estaban trabajando sino buscando a un amigo.
A nosotros nos llegó la noticia tres horas más tarde. Nuestro vecino de enfrente, algo mayor que yo, se dio la caminata deprisa y corriendo, para contarnos la historia entre jadeos y lloros.
Parece ser que al poco rato del accidente mi padre abrió los ojos. Estaba oscuro. Pensaba que había muerto. Pero supo en un instante que eso no había ocurrido: olía a carburo quemado. No podía ser que incluso en el otro mundo ese olor le acompañara. Dedujo lo que había ocurrido: tal vez algo parecido a un milagro le había colocado en algún hueco entre maderas y rocas. Se encontraba débil por el golpe, entumecido por la humedad, sin aliento por la falta de aire. Cualquier hombre en esa circunstancia se habría venido abajo. Habría perdido los nervios hasta morir. Pero mi padre tenía algo que hacer, pendiente y muy importante. A su juicio lo mejor que podía hacer por mí a lo largo de su vida. No podía morir con ese secreto.
Sólo él sabía lo que esa mañana le había acontecido. Esa mañana, como todas, muy temprano, entre la niebla y el humo pesado de las chimeneas de los pozos, se abría paso hasta Cerro Pelado: la mina «El Nene». Lugar donde se dejaba la piel por un jornal que daba escasamente para comprar un kilo de tocino fresco y otro de pan.
De repente un lujoso carro con tiro de caballos irrumpió en el paraje: los caballos habían salido desbocados, asustados por el ruido de la explosión de algún barreno cercano. Sin pensarlo, mi padre saltó desde un montículo al centro del tiro, haciéndose con las riendas y ordenando con fuerza para que los nobles animales se parasen. Había evitado con su entereza la desgracia a una pareja de distinguidos señores y su cochero. Posiblemente habrían acabado en el fondo de algún pozo, de los muchos que agujerean la tierra de esos alrededores.
—Pídeme lo que quieras — le dijo el señor más alto tras recuperar el resuello —. Si está en mi mano intentaré complacerte. Como notario que soy, doy fe de ello y lo digo ante testigos.
—Mi hijo mayor pronto cumplirá diez años —respondió mi padre —. Si el destino no lo remedia, pronto tendrá que trabajar conmigo, en la mina. No quiero que pierda su vida día a día como lo hago yo desde que tenía su edad.
El Sr. Notario no necesitó escuchar más. Sabía a qué se refería...
—No me digas más valiente amigo —le interrumpió amablemente —. Hoy es Nochebuena y mañana Navidad. Cuando pasen estas fiestas te espero en la Notaría. Tráele contigo. Trabajará en principio como aprendiz hasta que pueda leer y escribir. Muy pronto superará los cinco o seis reales que cobraría en la mina. Haremos de él lo que él quiera ser.
Al momento se despidieron, haciendo un ademán con sus sombreros. Era el momento más feliz que mi padre había tenido en toda su penosa existencia. Aceleró la marcha a la mina. Gozoso, quería que el día pasase tan rápido como prende la pólvora. Quería que pronto llegase el ocaso y al llegar a la puerta de la
Casa de la Munición donde yo le esperaba todos los días: quería abrazarme y contarme la buena nueva; quería recordarme los buenos modales que desde siempre me había inculcado, y el esfuerzo, y el tesón, de los que yo tendría que hacer gala ante el Sr. Notario.
Ese era su secreto. Si él moría allí, mi suerte quedaría enterrada a noventa metros bajo las encinas y la hierba. El granito y la galena argentífera se habrían hecho dueños de nuevo de mi destino, que no sería precisamente de plata.
La tarde se hacía eterna. Ninguna comunicación por parte de la compañía, ni de los compañeros.
—La esperanza es lo último que se pierde —decían las vecinas entre sollozos —. Todas habían perdido algún ser querido en similares circunstancias.
Al anochecer recordé algo que mi padre me decía:
—Si alguna vez te sientes solo, mira al cielo estrellado. Piensa que hay miles de personas mirando en ese momento. Podrás sentir su compañía.
Desde hace veinticinco años, él siempre, al salir del infernal laberinto, miraba al cielo y buscaba la más bella constelación de invierno:
Orión. Se la señaló un compañero, que antes que minero, fue marinero y que murió de pena, según decían, por haber cambiado el mar y las estrellas por la profundidad de la madre tierra. Mi padre, al aflorar a la superficie, se emborrachaba de aire y perdía su mirada en la nebulosa de la constelación, deseando para sus hijos una vida mejor que la suya. Otro día más, había conseguido salir y contemplarla.
Hasta ahora nunca me había sentido tan solo. No podía dejar de mirar a ese cúmulo de estrellas lejanas. Sabía que si mi padre conseguía salir de aquella enorme tumba, lo primero que haría sería mirar allí.
En ese preciso instante una estrella fugaz cruzó la constelación por su diagonal. Fue un momento de magia que yo aproveché para pedir un deseo con toda la fuerza de mi pequeño ser. En aquel instante supe que todo aquello significaba algo hermoso.
— ¡Mamá! no llores más —entré gritando en la casa —. Papá está vivo —repetía una y otra vez —.
—¿Qué dices? ¿Alguien nos lo ha traído? —me contestaba ella —.
—No mamá, pero yo lo sé, me lo ha dicho una estrella fugaz que ha salido a recibirle —le respondí con toda la seguridad del mundo— .
Mi madre se hundió aún más en un profundo lloro, me creía inmerso en un juego de niños. Lloraba y lloraba sin esperanza.
Aunque ya se había cerrado la noche, se seguían oyendo desde lejos, como durante toda la tarde, los cantes mineros de algunos
Tarantos venidos de
Almería. Más que cantes eran lloros, estaban llenos de rabia contenida, de canto al fracaso, de dolor. Poco a poco los cantes por taranta se iban convirtiendo en alegres villancicos de patio de vecinos. Los corros alborotaban: las zambombas y panderos vencían al «quejío». Tenía ante m
í el deseo lanzado a la estrella y salí a correr por la calle
Santiago hacia abajo. Allí estaba, en
El Paseillo junto a las obras del nuevo Ayuntamiento. Rodeado de sus compañeros: hombres y niños, y también mujeres. Eran figuras sin color. Siluetas manchadas y oscuras como el carbón. Sólo las palmas de sus manos y sus caras eran blancas: del color claro de la inocencia y la amistad. Entre todos lo habían conseguido y eran partícipes de antemano, de la alegría que sentiríamos al estrecharle entre nosotros. Venían a entregarnos un regalo que ya no era de esperanza, sino de vida.
Aquellos días los regalos no fueron materiales ni tangibles. No fueron caros ni baratos, simplemente no tenían precio.
Aquellas personas de bien nos entregaron tiempo, oportunidad, calor, proximidad, emoción... Mi padre no sólo me regaló una nueva existencia, sino que me obsequió con un preciado bien, la libertad de elegir mi destino.
Hace mucho tiempo que enseñé a mi hijo a encontrar en el firmamento la
Nebulosa de Orión.
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Nota:
Aunque los datos históricos pueden ser reales, los personajes y los hechos han sido creados en la ficción. Sin embargo, es posible que todo lo que se narra, pudiera haber ocurrido de verdad. Por eso, este cuento de navidad es un homenaje a los hombres y las mujeres que levantaron la ciudad de Linares, con su trabajo, esfuerzo y pasión, como nuestros protagonistas, de forma olvidada y anónima.