Como siempre, hago muchas fotos, decenas, más bien cientos. Y algunas de ellas han sido en sepia. Las contemplo y mi percepción temporal se trastoca. Podrían ser fotografías tomadas hace muchos años.
Lo tengo claro: la esencia de esta ciudad es tan fuerte que la dimensión espacio ha obviado la dimensión tiempo.
Me fijo en las gentes que pasean, montan en bicicleta,
compran, conversan, o junto a un canal permanecen
sentadas en terrazas tomando café o té, ríen, se cuentan confidencias al oído…
Pero como siempre, mi mente no se queda ahí.
Mi mente ve a los que por allí pasaron y vivieron: en el reflejo del agua del canal veo a las familias que
abandonan su hogar empujadas de forma irascible.
Los veo, veo la desesperanza en los ojos de esos padres que miran hacia atrás, por la calle que vio crecer a los hijos que acompañan. No saben realmente lo que
les ocurrirá, pero un grave presentimiento les hunde el alma.
Veo el reflejo de una maleta, de un
sombrero, de abrigos largos y
pañuelitos en la cabeza. No hay música, ni siquiera de tristes violines que acompañan al violonchelo, tan sólo sollozos y abandono.
El dolor, cuando es intenso, puede crear una excepción espacio-temporal en la materia: y por eso los veo: su presencia está allí.
No hemos entrado en la casa museo de Anne Frank: no
necesito ver fotografías, ni que nadie me recuerde la historia, porque mi mente los ha visto al volver cada esquina, en el reflejo de cada ventana.
Y aunque Anne Frank perdió la batalla de la vida en el campo de Bergen-Belsen junto a su hermana Margot, ganó la guerra a los intolerantes. Ganó la guerra a los que acallaron su pluma extinguiendo su corta vida, porque después de todo se cumplió su deseo: ser escritora.
Un escritor no se considera como tal hasta que no se publica su obra. El diario de Anne Frank se ha publicado en más de sesenta idiomas y lo más importante: es
libro de texto en enseñanza secundaria en muchos
países. Es un registro vivo de los
sentimientos hacia el
horror.
Y sonrío junto a la casa de
Anne Frank. Aquí ya no cabe
más tristeza. La única manera de tapar ese agujero espacio temporal es la de equilibrarlo con mucho amor y alegría.
Por todo esto pienso que, a Ámsterdam hay que ir a
amar,
a amarse. A disfrutar de los rincones, las
esquinas, las fachadas, del intenso color amarillento de
sus árboles en otoño o de sus tulipanes en los balcones en
primavera. Hay que ir a ser tolerante y a ser tolerado.
El barrio Rojo es una demostración de la idea “ser tolerante y ser tolerado".
A lo largo de los años voy encontrando diferentes
definiciones del concepto de felicidad. Y suelen ser
definiciones que se pierden en el tiempo.
Aquí he encontrado otra. Felicidad es un efímero
sentimiento producido al brindar "por nosotros", en Ámsterdam, con una cerveza Heinequen y frente a una interesante y bella mujer.