Frecuentemente tenemos la sensación de que poseemos mucho
de lo que nos rodea. Los objetos, un inmueble, el vehículo nos pertenecen.
Tenemos una factura o una firma ante notario que lo demuestra. Deja que llegue
una crisis económica o un accidente natural o fortuito.
Está claro que las personas que nos rodean no nos
pertenecen. Ellas o el Universo por
ellas, deciden estar junto a nosotros más o menos cerca, más o menos tiempo.
Me pregunto si hay algo que realmente nos pertenezca.
Me pertenezca.
Afortunado yo porque haya existido un nuevo último
viaje. Inma y los niños descansan en el apartamento al caer la noche y a mí me
gusta salir a perderme. Perderme por el barrio para observar sus gentes,
escaparates y fachadas. Perderme sin prisa entre las estanterías de sus
tiendas. Tiendas que aunque pequeñas esconden fabulosos secretos: con qué mimo
hay que tratar un negocio que disponga de más de veinte tipos de arroces
aromáticos venidos de distintas partes de oriente; todo un universo de comida
mexicana o china; la mayor colección vista por mí
hasta ahora de conservas vegetales y de
pescado llegados de cualquier parte del mundo; tomates de Spania a 7,95 NOK
(1 Euro) la unidad y tantos y tantos
productos que más que ultramarinos son trocitos de mundo.
En la calle nieva. Los copos no caen, sino que
flotan en el ambiente. Como si tuvieran todo el tiempo del mundo para llegar al
suelo. No tienen prisa. Tan sólo disfrutan el viaje. Como yo en esos momentos o
en otros durante el día: cuando los niños corren por la nieve; se tiran al
suelo para hacer el ángel y ríen. Juegan y no tienen prisa. Disfrutan el juego,
la nieve y la seguridad de sentirse
vigilados por sus padres. Tic, tac, tic, tac, el tiempo pasa. Son las 15:03 h. momento mágico en el que el sol se pone para dar paso a la noche.
Será que es el tiempo el único bien que nos
pertenece. Ese bien del que no tenemos ninguna firma, ni estado contable, pese a
pensar siempre que nos queda mucho o al menos el suficiente para vivir todo
aquello que siempre hemos querido vivir. Tic, tac, tic, tac, el tiempo pasa.
También he entrado en varios supermercados por el
mero placer de descubrir productos desconocidos para mí u observar cómo se
puede fusionar con suma sutilidad la tradición y la modernidad. Y mientras leía
etiquetas de productos llegados de Chile o Nueva Zelanda, recordaba un artículo que resumía el libro: Los cinco
mandamientos para tener una vida plena. Que no trata de otra cosa que de
arrepentimiento. Arrepentimiento sentido por personas que son conscientes de la
extinción de su vida y realizan un análisis final de la misma.
Se arrepienten de no haber sido fieles a sí mismos y
no haber cumplido gran parte de sus sueños; de haber trabajado muy duro dejando
pasar momentos importantes de su vida. Arrepentidos de no haber expresado sus
sentimientos a las personas que les rodeaban e importaban; complementado esto
último con no haber dedicado más tiempo a la amistad, a esos viejos amigos y
también a los nuevos y últimos. Estos cuatro arrepentimientos en el fondo se
resumen en el quinto:
No haberse dejado a sí mismos ser más felices.
Con tanta
restricción autoimpuesta han estado engañados al pensar que la felicidad aparecerá algún
día por la esquina y se han quedado en el banco de la espera: han dejado de tomar la elección vital de ser felices.
Porque la felicidad puede ser una elección.
Dicen que paja en ojo ajeno no molesta. Pero es
inteligente intentar aprender al máximo de lo que le acontece a los demás.
Mientras disfrutaba de todos estos momentos de novedades y
pensamientos recordaba a las personas que aunque lejos, siempre están. Y también a las que me hacen el día a día más fácil, más
ameno, más humano. En ese momento se me estaba ocurriendo este escrito al que pensaba
titular: From Oslo with love. Finalmente ha ganado la idea que
frecuentemente comento: el valor infinito del momento presente. El valor del
tiempo. Y la elección de lo que hacer con ese tiempo.
Only Time.
¡Feliz Navidad!